Fotografías: Andrés Salinas Popp
“Abstención de hablar; falta de ruido”,
Pensemos en la pieza 4´33´´ del compositor John Cage, la cual está escrita para cualquier instrumento o combinación de ellos. La partitura indica a los ejecutantes no tocar durante la completa duración de la obra, permaneciendo en silencio total. Habrá quien considere esto un absurdo y asuma que la ausencia de música no deja nada al espectador para escuchar. Sucede precisamente lo contrario. La música se genera a partir del resto de los sonidos de la sala, a los que generalmente no prestamos atención; esto obliga al público a agudizar su percepción del espacio y de sí mismos: el silencio es el momento en el que la atención se vuelve introspectiva.
El lugar parece ser justamente eso: una nota de silencio en medio del bullicio en el que se encuentra y donde, efectivamente, hay mucho que “escuchar”. El silencio va más allá de los decibeles cuantificables y se convierte en un sigilo casi metafísico. Su presencia inicia desde que se cruza la puerta que divide lo público de lo privado. A pesar de esta transición tan sutil el cambio es radical. En el patio que te recibe, se respira silencio de inmediato. Es un silencio ligero, un silencio que se libera hacia la bóveda celeste y que incita a permanecer en él sin razón alguna aparente. La ligereza del patio se siente por su composición visual tan elemental; y la presencia del cielo, como su cubierta. Un patio que se percibe con mucha más limpieza que antes. Un patio que, a diferencia de otros, invita a la reflexión y al reposo en lugar de al convivio o a la reunión.
La transición al interior es similar: veloz y contundente. Probablemente aún más drástica. En cada una de ellas, no queda rastro de los espacios precedentes, lo cual permite que cada espacio cuente con una independencia y mutismo respecto a los demás. Adentro todo pesa: la obscuridad pesa, el silencio pesa, un silencio que pesa en el aire mismo, que obliga a moverse con cautela y a reducir, inmediata y casi instintivamente, el tono de voz. No es esta disminución lo que provoca el silencio del espacio, sino el silencio espacial lo que provoca la disminución de la primera.
Siempre latente, y por la manera en que se presenta, la luz también participa en el silencio. En todo momento, en el interior, se encuentra precisamente eso: una luz silenciosa. Una luz que ilumina lo justo, que acaricia lo necesario, pero que no golpea ni interrumpe, sino matiza estas fluctuaciones de silencio. Una luz que es siempre indirecta y difuminada. Una luz que había sido censurada y reprimida en épocas anteriores, tal vez en busca de privacidad, ahora se libera. El color, íntimamente relacionado con la luz, genera estas mismas gradaciones que se desentienden de cambios abruptos y protagonismos que pudieron haber existido en el pasado. La delicadeza con la que se acompañan la luz y el color en el interior produce confusión, al grado que resulta difícil diferenciar si la primera provoca el color de tal superficie o si el color de ésta es el que genera el tono del reflejo de la primera. Los patios -como contenedores de ambos- vacían y dosifican su contenido al interior. Así, dejan de ser dos elementos separados para ser uno solo que acompaña el espacio creando no sólidos, ni transparencias, ni vacíos, sino atmósferas.
Estos elementos crean un ambiente pesado; sin embargo, no se trata de una pesadez perniciosa, sino una que obliga a reflexionar y a mirarse a uno mismo, consciente o inconscientemente: una pesadez espiritual. No es una espiritualidad necesariamente religiosa, sino una que busca la liberación del alma y el desprendimiento de lo material. Lo material, lo tangible, pasa a un segundo término y da lugar a lo incorpóreo, a lo metafísico. Es aquí donde la suma de los elementos es lo que importa y no los objetos por sí mismos.
Lo espiritual y el desprendimiento de lo material no sólo producen un ambiente reflexivo y de introspección, sino que en todo momento se percibe una sensación de refugio. A pesar de los grandes vanos, que en otros tiempos revelaban inagotables formaciones rocosas y vegetación exuberante, uno se siente siempre protegido, nunca vulnerable al exterior. Esto lo convierte en un lugar que, además de sumergir en reflexión y pensamiento, envuelve en una intimidad y seguridad absoluta, casi inagotables.
Aunque podría parecer que el espacio se comienza a convertir en un lugar casi perpetuo, éste se encuentra en constante transformación. Al hallarse tan estrechamente ligados los espacios con la luz, con el transcurso del día van cambiando y son habitados de diferente manera por ella, siempre mediante cambios graduales y delicados, casi imperceptibles. Así, el volumen negativo oscila continuamente en la densidad de las atmósferas y del silencio.
Esta misma pesadez o densidad genera, por un lado, un proceso introspectivo; pero por otro, un silencio contemplativo que busca enfatizar el paisaje natural que alguna vez rodeó al lugar. La doble altura ayuda a liberar el silencio tan pesado que se respira en el interior y que, conforme se acerca al jardín, va perdiendo densidad para adquirir una similar a la del primer patio. Es una secuencia que, antes más acentuada por el hoy desaparecido vestíbulo, aísla y comprime para volver al exterior sutil y gradualmente, desde el patio hasta el jardín.
El jardín es probablemente el que encuentra mayor conflicto. Lo que antes era un refugio casi salvaje, donde la naturaleza marcaba el recorrido y la contención del espacio, ahora es un jardín prácticamente limpio, el cual pareciera que quisiese continuar más allá de los muros que lo rodean. Es un jardín que se siente, ahora, -contrario a la luz del interior- censurado y limitado; aunque la historia nos pudiera confirmar esta suposición, no deja de sentirse en todo momento como un jardín incómodo: un espacio al que se le quiso devolver una condición que ya no puede tener. Sin embargo, es probable que su percepción durante la noche sea el momento más silencioso en todo el recorrido. La ausencia de iluminación en el jardín hace que cobre un sentido no sólo de silencio, sino que culmina con las sensaciones de perpetuidad e intemporalidad que se habían sugerido desde los espacios anteriores. En este punto en particular, en total obscuridad, se acentúa la idea de que lo que era un punto de silencio en medio de la gran ciudad, lo sigue siendo. A pesar del paso del tiempo, y de sus inevitables transformaciones, ha logrado conservar este sentimiento de sosiego y serenidad respecto al mundo exterior.
Algo similar sucede en el interior al caer la noche. Aunque la iluminación continúa siendo en todo momento noble y suave, esta vez proviene de puntos bajos que, al reflejarse en los vanos como espejos, revelan un interior multiplicado. Como prácticamente toda la iluminación brota de esta forma, genera una sensación ascendente, de una serenidad tan pesada donde lo único importante son los juegos de luz y quienes se encuentren presentes en la habitación; una vez más, como en los recintos religiosos. Es una serenidad que realmente logra aislar y hacer olvidar todo lo superficial de un mundo rodeado de estímulos. El lugar, a pesar de haberse concebido en una época cuando todo esto era inimaginable, logra mantenerse en silencio, en reposo.
El silencio no es el remanente de una ausencia acústica, no es exclusivo del aparato auditivo, ni es el sobrante de la ausencia de todo lo demás. Es una característica que se forma cuando una serie de factores están presentes de una manera en la que ninguno tome protagonismo, y que, de la mano, generan un delicado equilibrio. Es cuando todos los elementos, físicos y metafísicos, se unen para dejar de ser motivos individuales y ser uno solo que permita crear espacios de reflexión, contemplación e introspección. Precisamente esto es todo lo que Barragán es: silencio, denso silencio.