El sueño de la razón produce monstruos
No hay duda de que la ciudad actual es caótica, compleja e inhóspita; pero ésta es amada al mismo tiempo que odiada por quienes la habitamos. A pesar de todos sus inconvenientes, los humanos preferimos vivir en un ambiente urbano.
Una metrópoli provoca emociones encontradas; algunas tienen que ver con nuestros trayectos cotidianos, con el lugar donde vivimos y al que creemos pertenecer; otras, con la memoria colectiva, con los sucesos a veces traumáticos y a veces triunfales que se han grabado en ciertos lugares de nuestras ciudades y en la mente de los habitantes.
Presentamos aquí una serie de investigaciones que buscan conocer las pasiones que se desatan en una ciudad; que entienden las agrupaciones humanas urbanas como comunidades emocionales con dinámicas de identidad complejas, y de cohesión social, basadas en los afectos y emociones como constructores culturales narrativos sometidos al tiempo y al espacio. Los trabajos forman parte de la red de investigadores del Laboratorio Grupo Estudio de las Emociones-México: Ciudad y Emociones (GEE-MX Lab), coordinado por Johanna Lozoya, de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.
El papel de las emociones en la arquitectura ha sido ampliamente estudiado. Recordemos la conceptualización de lo sublime en el arte en el siglo XVIII la primacía de las sensaciones que el diseño de los interiores del siglo XIX pretendía lograr, o el manifiesto de la arquitectura emocional de Mathias Goeritz de los años cincuenta del siglo XX que promovía la creación de una arquitectura (y un arte) cuya función principal fuera la emoción. Según estas ideas, se podía diseñar sobre una base emocional, sobre la esencia poética de la arquitectura, al partir de la certeza de que ninguna otra disciplina artística era capaz de evocar tanta emoción.
En la actualidad, la arquitectura se debate entre lo utilitario y la estetización extrema a través de la pura representación; una dinámica que ha extraviado su componente emotivo dentro de la lógica del consumo. Sin embargo, por interesante que sea el debate, ahondar en él no es el objetivo de este número. En su lugar se propone un abandono del análisis aislado del objeto arquitectónico para promover un estudio completo de los ambientes emotivos de nuestras ciudades. Este implica un trabajo desde distintas disciplinas además del urbanismo, el paisaje, la arquitectura o los estudios culturales, como la antropología, la psicología, la sociología, la filosofía, la economía e incluso las ciencias de la salud.
Ser urbano es una condición emocional singular; estar en la ciudad se siente de cierta forma, distinta a estar en cualquier otro lugar. Esto ha sido notado en la misma definición de la metrópolis de la modernidad. Tal es el caso de Georg Simmel, quien reflexionó sobre el impacto de la ciudad moderna en la vida mental; para él la diferencia entre vivir en la ciudad y vivir en un ambiente rural radicaba precisamente en la naturaleza de las emociones. Si éstas eran profundas en el campo, en el ámbito urbano reinaba la llamada actitud blasée, provocada por la intensificación de los estímulos nerviosos, rápidos, cambiantes y discontinuos, a los que el individuo reacciona con una especie de indiferencia que lo protege ante esta estimulación excesiva.
No obstante su trascendencia y evidencia remota en el estudio de las ciudades no es común discutir la importancia o las características de las sensaciones involucradas. El pensamiento racional y científico, en general, ha despreciado el papel del cuerpo y de las emociones, se les veía como perjudiciales para el esfuerzo de explicar las cosas objetivamente, eran el enemigo a atacar y vencer. Ahora se consideran como una fuerza positiva, se trabaja a favor de una racionalidad del sentimiento e incluso se ha llegado a considerar necesario su conocimiento para acercarse al mundo y emitir juicios. Sin embargo, por su misma naturaleza subjetiva e impalpable, por la complejidad de discursos que la atraviesan, estudiar las emociones y sensaciones no es una tarea fácil.
Hemos podido constatar que la planeación urbana física juega un papel sólo parcial en el desarrollo de las ciudades. Éstas tienen una lógica distinta a las ideologías que se pretenden implantar a priori, un desarrollo imprevisible producto de la cultura, de los deseos y las aspiraciones de los habitantes. Y no es que la ciudad se exprese de manera imperfecta en relación con la forma en la que fue planeada; sino que la ciudad, como expresión de la realidad, enriquecida en su devenir, resulta más valiosa que el sueño de quien la planeó.
Desde su planteamiento, la arquitectura y las propuestas urbanas podrían ser sensibles a esas cualidades emocionales que definen la ciudad, como la esperanza, la melancolía, las expectativas, la ira, la memoria y el olvido. La complejidad y la interconexión de los distintos lugares y relaciones que componen la ciudad se soportan por líneas invisibles que producen significados.
No podemos ignorar la carga emocional de ciertos sitios de nuestras ciudades, las expresiones físicas de sucesos de la historia están presentes en cicatrices que podemos estudiar para intentar comprender los procesos sociales que subyacen siempre presentes, actuales. Los procesos históricos son más comprensibles para nosotros si los estudiamos a través de los procesos emocionales desatados en aquel momento en su población. A su vez, la forma física de las ciudades provoca en sus habitantes una serie de emociones que es posible al menos prever.
Las ciudades tienen la memoria de las emociones contenidas, que son complejas, contradictorias y en la mayoría de los casos, ambiguas. Podríamos intentar ignorar todas estas emociones, pero inevitablemente ellas definirán la estructura física y cultural de nuestras ciudades más allá del capricho de sus diseñadores o de sus gobernantes.